-Reportaje realizado por C. M. Basteiro en el diario La Nueva España-
Marina no dice su apellido, nadie puede encontrarla. Marina sale de espaldas en la foto, nadie puede verla. Marina, madre de dos y superviviente de la violencia de género, llegó a Asturias huyendo de su expareja –hay una orden de alejamiento en vigor–. Marina lleva al cuello una cuenta atrás de diez días: si nadie lo impide, ella y sus dos pequeños se quedarán sin un techo.
“Es que no sé ni por dónde empezar a contarte, de verdad”, afirma Marina. Está tan nerviosa que se pierde en su propia historia: hacia atrás, hacia adelante… Es difícil ordenar el caos. Primero, lo urgente: hace unos días, el Ayuntamiento de San Martín del Rey Aurelio le entregó un informe de ruina de la vivienda que compró con el poco dinero que tenía (aporta a este diario el documento). En cambio, el Consistorio –a preguntas de LA NUEVA ESPAÑA– afirmó ayer no disponer de tal expediente. “A pesar de ser víctima de violencia de género, a pesar de que todo lo que tenía fue para esta casa… Nadie puede ayudarme”. Se encoge de hombros, suspira. Y dos palabras que desgarran: “Estamos solos”.
Ella y sus dos hijos, que hicieron mil kilómetros de carretera para vivir. Cuando llegaron a El Entrego, el pequeño tenía cuatro meses. “Lo hice para alejarme de esa persona (su agresor, según la sentencia dictada junto a la orden de alejamiento) y también porque en Asturias es más barato vivir. Encontré por internet alquileres muy baratos”. Con lo que tenía ahorrado, se fue a vivir de alquiler para empezar una nueva vida. Y pronto surgió una oportunidad que no había ni buscado: le ofrecían adquirir una vivienda, pequeña pero bonita, en San Martín. Echó cuentas: “Podía arreglarme para vivir un tiempo de alquiler mientras preparaba un poco la casa, y luego ir arreglándola poco a poco para que quedara súper bonita. Quería tener el hogar que nunca tuve, ya sabes. Un sitio al que tanto mis hijos como yo siempre podamos volver”.
Por fin se sentía fuerte. Por fin empezaba a sentirse a salvo. “Era una casa muy barata, eso es verdad. Y, para estar segura de que nadie me engañaba, consulté en el Ayuntamiento si la vivienda tenía cédula de habitabilidad”. La respuesta, afirma ella, fue “un sí rotundo”. Llamó a un arquitecto para que revisara el inmueble, antes de iniciar los planes de obra. “Tampoco me dijo nada, así que seguí adelante”. Compró material, pladur, herramientas. El sueño crecía, la cuenta bancaria menguaba.
El plazo para mudarse a la nueva casa, con una zona habitable mientras continuaba con la obra, terminaba este mes. Un plazo que se marcó ella, estimando el dinero que le quedaba para seguir en alquiler antes de dar el paso. Hace unos días, fue a empadronarse. Y sintió el peso del mundo encima: “Fue entonces cuando me dijeron que la casa estaba en estado de ruina, que no podía vivir ahí porque suponía un peligro para mí y para mis hijos. De repente, me vi sin mi casa y con el alquiler a punto de finalizar”.
Y sin medios para salir adelante. Porque, afirma, “me gasté todos los ahorros en la casa, pedí un préstamo personal para la obra”. En el último mes, otro golpe, le bajaron la asignación del Ingreso Mínimo Vital: “Me correspondían 800 y pico euros por ser madre soltera de dos niños, me ingresaron 301 euros. Esto está en manos de Servicios Sociales, pero no es lo que más me preocupa. Lo que me quita el sueño, de verdad, es que nos quedamos sin un techo”. Tenía previsto buscar un empleo, tiene más de 3.000 días cotizados a sus 36 años, pero estaba esperando a que los niños crecieran un poco: “No tengo con quién dejarlos y el pequeño era muy bebé cuando llegamos”.
Nadie la puede ayudar. Ni si quiera como víctima de violencia de género: “Me han dicho que no me corresponde una vivienda de emergencia, ni una casa de acogida, porque no estoy en peligro inminente. No estoy en peligro inminente porque he procurado, durante los últimos meses, ponerme a salvo”. Afirma Marina que la única solución que le han propuesto, extraoficialmente, es que se vaya a casa de “un amigo o familiar lejano” mientras todo mejora. Dice que no le parece respuesta, mira a lo alto de su casa. Se encoge de hombros: “No soy de aquí, no tengo a nadie”. Otra vez, las dos palabras que desgarran: “Estamos solos”.